Una tarde fría de Bogotá, con el ocaso susurrándonos al oído, tomamos la NQS rumbo al sur. El cielo gris nos despedía mientras la ciudad nos retenía en su abrazo de concreto y trancones. Íbamos hacia Neiva, pero en realidad, nuestra aventura había comenzado mucho antes, cuando un viernes libre se convirtió en destino compartido.
Fue una coincidencia afortunada: Ibai y yo descubrimos que teníamos un mismo día para escapar. Y sin pensarlo demasiado, supimos a dónde queríamos ir. El Desierto de la Tatacoa —ese nombre que suena a viento, a polvo rojo y a cielo estrellado— nos llamaba.
Consideramos vuelos, tours guiados, caminos fáciles. Pero decidimos escribir nuestra propia ruta. Queríamos libertad. Improvisación. Y Pirata, nuestro perro fiel y testarudo, tampoco tenía alma de pasajero aéreo. Así que alquilamos un carro y nos lanzamos a la carretera.
Una aventura llena de comida deliciosa, gente amable, paisajes únicos, aprendizaje y conexión con la naturaleza. El desierto de la Tatacoa se quedó en nuestro corazón... y en el paladar.
Món Mont

Partimos un jueves al caer la tarde, justo al cerrar nuestras laptops. Eran las cinco en punto cuando salimos, pero Bogotá, como siempre, no nos dejó ir sin pelea. El tráfico fue como un último intento de retenernos. Dos horas después, por fin, la ciudad quedó atrás.
La carretera se alargó como una cinta oscura entre las montañas. Bajamos hacia el sur, cruzando pueblos dormidos, curvas infinitas y cielos que se iban tornando tinta. Bichos se estrellaban contra el parabrisas como estrellas fugaces equivocadas. A medianoche llegamos a Neiva, y la aventura aún no había terminado.
Faltaba el último tramo: Villavieja. Una carretera angosta, silenciosa, bordeada por árboles que parecían guardianes de leyendas. Manejamos en silencio, con los ojos muy abiertos y el corazón decidido.
A la una de la madrugada, Pirata medio mareado y nosotros vencidos por el cansancio, llegamos al hotel. Jaiver, nuestro anfitrión, nos abrió la puerta con una sonrisa de esas que alivian el alma. En ese momento, solo queríamos una cama y un poco de paz.
El viernes amaneció claro, con promesas de cielo abierto. Yo trabajé medio día desde la terraza del hotel, mientras Ibai y su padre salieron a explorar. Ser nómada digital tiene sus contrastes: llamadas por Zoom con fondo de cactus y teclas que suenan al ritmo de pájaros lejanos.

Al mediodía, almorzamos en “La Casa del Cabrito”. Probamos el chivo guisado, en sancocho, y cada bocado era como una celebración del lugar. Las porciones gigantes, el sabor honesto. Pedimos para llevar y desayunamos de esos recuerdos al día siguiente. Descubrimos dulces nuevos: leche de cabra que se deshacía en la boca, matrimonio de dulce y queso, y un inesperado y delicioso dulce de cactus.
Por la tarde, caminamos sin prisa. Tomamos café en Café Mael, rodeados de flores y charla amable. Al caer la noche, el pueblo nos regaló un helado y una brisa cálida. Y de vuelta en el hotel, Jaiver nos sorprendió de nuevo: recepcionista, bailarín folclórico, narrador de historias. Escucharlo fue como abrir un libro vivo, una clase magistral de historia y corazón. Dos horas pasaron sin darnos cuenta.
El sábado fue el gran día. Robinson, nuestro guía, llegó puntual, con sonrisa de sabio y paso de caminante. Nos llevó primero al Cuzco, el desierto rojo. Allí el paisaje parecía de otro planeta: surcos profundos, formas imposibles, tierra que respiraba memoria.
Luego, Los Hoyos, el desierto gris. Más suave, más sereno. Allí, una piscina natural nos devolvió el aliento bajo el sol inclemente. Caminamos entre cactus, aprendimos sobre fósiles, y sobre la paradoja del lugar: la Tatacoa, que no es desierto, sino bosque seco que alguna vez fue mar.
Y como broche de oro, la noche nos envolvió en magia: el observatorio astronómico. Nos tumbamos sobre el césped y un astrónomo-poeta nos guió por el cielo con su rayo de luz. Vimos constelaciones con nombre de mitos: Orión, Casiopea, la Osa Mayor, la Cruz del Sur. Incluso Júpiter nos guiñó un ojo.
El domingo, el camino de regreso nos mostró su otro rostro. La carretera que en la noche nos había parecido misteriosa, se reveló pintoresca bajo el sol. Aprendimos una verdad sencilla: la oscuridad agranda los miedos, pero la luz siempre muestra la belleza.
Fueron tres días que supieron a libertad. A comida sabrosa, a gente luminosa, a tierra viva. El Desierto de la Tatacoa se quedó en nosotros, como polvo en los zapatos y estrellas en el recuerdo.